1. Me llamo Llucià (Luciano) Pou Sabaté, nacido en Tortellà, un pueblo montañoso de la región pirenaica de Olot (Girona), zona volcánica de montañas cubiertas de bosque con valles que invitan a pasear por las veredas de los rios; de ahí es mi madre, y mi padre venía de Valencia. Soy el mayor de 5 hermanos de los que el último es sacerdote también, de la diócesis de Gerona. Actualmente estoy en Granada, donde llevo algo más de un año, dedicado a labores propias del Opus Dei, entre ellas colaboro en el colegio Mulhacén y en la parroquia san Ildefonso. Desde pequeño “mamé” la fe cristiana, la generosidad y el servicio alegre las vi encarnadas en mi madre, esas virtudes serían caminos por los que fui respondiendo a ciertas pistas, y al poco de pedir la admisión en el Opus Dei supe que hacían falta sacerdotes para la predicación, dirección espiritual, y sobre todo para los sacramentos; y así un día escribí a nuestro Prelado mostrándome disponible para ser sacerdote si convenía. Es algo que luego fue madurando con el tiempo, cuando al acabar el bachillerato en Gerona me trasladé en 1978 a estudiar Historia en Sevilla y allí también fui colaborando en el apostolado con la gente joven (en el colegio mayor Almonte, y en el club Arqueros), e íbamos también a Jerez de la Frontera. Luego me trasladé a Córdoba en 1982, y a Roma en 1984, donde viví otros 10 años, estudié más a fondo teología, trabajé en nuestra curia y también colaboré en varios clubs de jóvenes, y fui ordenado sacerdote en 1991. Seguí en Roma trabajando en estudios de Historia Eclesiástica; acabé la Teología en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma) y en 1994 recibí el Doctorado con la tesis sobre “La filiación divina y el obrar moral en Santo Tomás de Aquino”. Allí colaboré también en clubs juveniles y en alguna parroquia. En 1994 volví a España, primero a mi Cataluña natal y desde el 2008 estoy en Granada.
2. ¿Por qué sacerdote? ¿Cómo se nota o cómo viene la vocación? ¿Cómo habla Dios? Lo primero que se me ocurre es que ser cura no es ser más que los demás. Cuando vivía en Roma atendía diversas personas, algunos seminaristas. Uno de ellos, hoy sacerdote buen amigo, alemán, me decía que ser sacerdote es lo más importante que se puede ser en la vida. Viendo que confundía lo funcional con lo esencial, le dije que celebrar Misa era lo más alto, pero la santidad no era eso, que mi madre era mucho más santa que yo y no era sacerdote. Eso le desconcertó pues al confundir las dos cosas: misión e importancia, ponía la santidad en la función, y entonces sería menos importante una mujer por no poder ser sacerdote. Lo esencial en la Iglesia es la santidad, como vemos en María Virgen. Lo más importante en mi vida es mi ser hijo de Dios, mi sacerdocio real, lo que aprendí de mi madre: procurar tener buen corazón, hacer el bien, y para eso, rezar a mi Dios, a mi Jesús. Las oraciones aprendidas de pequeño, al levantarme y acostarme, tratar a Jesús y María, y pedir ayuda a mi ángel de la guarda, cosas que aunque abandoné en algún momento nunca he olvidado. La Misa de los domingos en familia, la primera comunión y las siguientes con una preparación exquisita, por parte de la parroquia. Otro despertar a este sacerdocio real fue al conocer el Opus Dei, cuando vi que la gente me quería, me sentí en casa, y me quedé con ellos. Fui asistiendo a actividades formativas y también impulsando el apostolado para extenderlo entre los jóvenes, y nos lo pasamos muy bien. Comencé a estudiar más en serio, con más ganas: la sala de estudio era el lugar donde pasábamos más tiempo, también teníamos buenas tertulias, y rezábamos en el oratorio… y di el paso a esa entrega a Jesús.
Pienso que la vida es dejarse llevar por la mano de Jesús, que está siempre a nuestro lado, y dentro de nosotros en su Espíritu, guiándonos. Es como si fuera una ginkana, y aparecen las personas oportunas en el momento oportuno, todo nos va llevando como con facilidad hacia ese destino que se forja día a día, esa historia que construimos juntos, Él y nosotros. Nuestra libertad se mezcla con la suya. Todo sirve para nuestro bien. Al final, todo es gracia. Dios es Señor de la historia. Y Dios ya está aquí. Todo esto se concentra en la ceremonia de la ordenación: es impresionante, ya en la fase previa fui ante el sagrario a pedir al Señor serle fiel, día a día, hasta el final. En ese gran momento de mi vida procuré hacer un acto de confianza especial en Dios, de abandono en su providencia. Todo esto se ve reflejado en un momento en el que se unen tantas emociones, y es el de la postración, en la ceremonia de la ordenación diaconal, instantes antes de la imposición de las manos del obispo y la fórmula consagratoria, mientras todos imploran a Dios y los santos su intercesión para con nosotros. Se hace en la ordenación diaconal, y en la ordenación presbiteral, de un modo más imponente, pues es el momento del gran paso: sentí ese gran don de Dios. Y pido oraciones a los que lean estas palabras, precisamente este año celebramos el año sacerdotal… para pedir por la santidad de los sacerdotes… es muy grande misión para lo poca cosa que somos: un hombre normal, que tiene que ser instrumento para que actúe de un modo especial Jesús en la tierra.
Recuerdo el impacto de la ordenación sacerdotal: mi madre estaba contentísima, mi padre ya no estaba (muy contento con mi vocación, ofreció su enfermedad hasta que le llegó la muerte). Cuando supe que había llegado el momento preferí escribir a mi madre y después ya hablamos por teléfono. Me dijo que había llorado emocionada al leer la carta y que ya estaba preparando la primera Misa. Como tantas madres católicas, le hacía mucha ilusión tener un hijo sacerdote. Mi abuela también se emocionó, y me hizo gracia algo que me dijo en aquel momento: “¡qué ilusión, no recuerdo que nunca haya habido ningún sacerdote en la familia!” Mis hermanos se alegraron mucho, de hecho el menor de ellos, que había acabado como yo la carrera de Historia, entró en el seminario aquel año, para ser también sacerdote, con lo cual el contento de mi madre y la exultación de mi abuela fueron dobles. Los amigos reaccionaron de maneras diversas, impactantes en algún caso, como éste que me dijo por carta: “deja que te diga que espero el día en que con tus manos consagradas hagas, sobre mi cabeza, la señal de la cruz”.
En los días de la ordenación vino un chico de Barbastro que había coincidido conmigo en Roma en una convivencia unos años antes, lo vi nada más que un momento, quise saludarle pero él no quiso molestar, desapareció en medio de la gente… nunca más lo he visto… sufrí al ver que habían ido a mi ordenación como otras muchas personas y yo no podía atenderlas, estar un momento con ellas… que no era digno del cariño que me tenían y que yo no podía corresponder… en Gerona me pasó lo mismo con amigos y compañeros, y en dos pueblos donde pude celebrar una Misa con la parroquia: Tortellà, el pueblo donde nací; y en Bescanó, el pueblo donde luego nos trasladamos e hice amigos de adolescencia, donde la maestra de educación infantil estaba emocionada recordando cuando me educaba a mis 6 años. Allí invité a concelebrar al sacerdote que –enfermo- me dijo que ya no celebraba, pero que asistiría. Me dio pena, vi que se emocionaba, y lo fui a buscar después a la rectoría donde se había ido como escondido, y me dijo que hablara siempre como había hecho en la homilía de esa celebración, con el corazón… palabras que he tenido siempre presentes, y a él también, pues murió poco después.
Pero lo esencial del sacerdote es tratar de identificarse con Cristo y llevarlo a los demás, para esto hemos de hacer nuestra su vida, también acoger su Cruz, con las desgracias de las personas que tratamos. Otros retos que afrontar son el tener que dejar una ciudad, un trabajo, unas personas que te quieren para comenzar en otro sitio… es hacer vida la Misa, donde celebramos la Pascua, que quiere decir esto: Jesús pasa de la muerte a la vida, y este ciclo vital se repite en nuestra vida: nacer, morir, resucitar... como las plantas: nacer y arraigar, trasplante y desarraigo, y volver a arraigar, nacer de nuevo... el cirio pascual nos lo recuerda: el padecimiento, la muerte, es la puerta de la vida… honores y cargos, trabajos importantes… se van difuminando… quedan las personas, esa compañía de Dios que se va perfilando o casi revelando al paso de nuestra historia. Ya aquí tenemos el premio de las obras de amor, con una vida llena cuando notamos esa sintonía, como una correspondencia, y la tenemos cuando nos entregamos y la gente lo nota y descubre que ese amor que damos viene de Dios y lo agradece en nuestra persona y procuramos no quedarnos ese agradecimiento sino disfrutar de esa felicidad compartida que supone aquella conversión, una confesión, reconciliación familiar, encontrar un sentido a la vida, otro que dejar de pensar en la muerte, etc., y todo esto es prueba palpable de que valía la pena dedicar ese tiempo…, que vale la pena ayudar a la gente en el camino de la vida, que somos instrumentos de Jesús que sigue pasando por el mundo.
Por ejemplo, me contaba un padre de familia con graves problemas económicos y familiares que le llevaron a pensar en matarse, que cuando iba en coche a punto de tirarse por el precipicio, ya acelerando y a pocos metros, le vino a la cabeza una frase que dije en una homilía unos días antes en una iglesia pública, con motivo de la fiesta de san Josemaría Escrivá… glosé unas frases que a él le sirvieron en aquel momento para motivarse y tomar la curva sin salirse, frenar el coche y bajó y al pensar en lo que estuvo a punto de hacer se puso a sudar frío… luego vino a contármelo. Con el tiempo, fue arreglando la situación.
No voy a hablar de la soledad, que con la fraternidad no se nota, como he visto yo al estar acompañado en la Obra. También está el peligro de la rutina, o nos puede costar llevar la carga del sufrimiento de los demás, o puede llegar la cruz o la falta de atenciones o el desconcierto de la noche oscura... (como Teresa de Calcuta, o santa Teresita). Cuando se pasa por esos momentos, es hora de encontrar el sentido de la cruz, y de hacer un acto de generosidad, de actuar de tal modo que procuremos que a nuestro alrededor nadie pruebe esto tan amargo que hemos padecido en esa ocasión; con la experiencia de aquella prueba pasada procuraremos dar a los demás eso que no hemos encontrado... Una técnica de éxito muy sencilla, pero muy poderosa, es sonreír aunque cueste. No hay cosa tan pequeña que dé resultados tan grandes, para cambiar el mundo: mirar a las personas con amabilidad, con una sonrisa sincera. Pero a veces no es fácil y uno se pregunta: ¿por qué ese dolor?, quizá recordamos cuando no sabíamos nadar y no hacíamos pie: los pulmones se disparan, perdemos el aliento ante la sorpresa… así nos sentimos a veces, desconcertados por situaciones que no nos esperábamos, que nos parecen injustas, y ese desconcierto impiden pensar, nos hace sumir en un pozo en el que se hace de pronto la luz. En aquella dificultad hay concertado un encuentro con Dios, que al mismo tiempo prepara para otras pruebas posteriores: un desgarramiento interior –sacrificio- suele ser un preludio del éxtasis, en la sinfonía de la vida, y al mismo tiempo es eso un camino para reforzarse para lo que vendrá… Desnudez del alma que se une a Dios, fortaleza que ya nada tiene de humano, santuario donde se da el Encuentro... en esos momentos hay que tener paciencia, liberarse de la opinión de los demás y de la honra, y encontrar una capa más interior en la que sólo Dios cuenta… y esos amigos que nos mantienen en contacto con la realidad, por esa confianza con ciertas personas creemos en lo que nos dicen algunos, pero no en “el mundo”, “las modas”, o esa opinión que se ha creado sobre nosotros mismos… El tiempo nos da muchas respuestas, pone las cosas en su sitio, vemos que el dolor ennoblece a las personas y las sensibiliza, las hace solidarias, al punto de olvidar su propio dolor y conmoverse por el ajeno... Aprendemos a valorar las cosas importantes que están cercanas, y no desear lo que esta lejano… aprendemos a interpretar ese silencio de Dios y las pistas que nos da en Jesús en la Cruz, que sufre callando, que sintió “eso” en su vida, y murió para con su dolor dar sentido al nuestro. Este Dios vivo nos deja rastros a su paso por la historia, como los montañeros que dejan marcas en el camino por donde pasan, hay unos mensajes que nos llegan como en una botella a la playa, en medio del mar de dolor, mensajes que se pueden oír en cierta forma, cuando tenemos el oído y corazón preparado. Son pistas que nos hablan de confiar, de amar, de que ante nosotros se abren dos puertas, la del absurdo (el sin-sentido) y la del misterio (la fe): abandonarnos en las manos de Dios es el camino que da paz, aunque no está exento de dolor, pero éste adquiere un sentido.
Juan Pablo II, como también ahora Benedicto XVI, nos hablan del tema: sobre todo es Jesús en la Cruz que en tres horas de agonía nos muestra un libro abierto, hasta exclamar aquel “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?” Él, sin perder la conciencia de que aquello pasaría por la muerte, cuando se siente abandonado incluso por Dios, se abandona totalmente en los brazos de Dios, y se produce el milagro: pudo proclamar aquel grito desgarrador por el que decretó que “todo está consumado”; así, con la entrega de su vida la muerte ha sido vencida, ya no es una puerta a la desesperación sino hacia el amor del cielo, la agonía se convirtió en victoria y podemos unirnos, por el sufrimiento, al suyo y a su Vida. Es ya un canto a la esperanza, a la resurrección. Y lo mismo podemos hacer nosotros unidos a Él.
Pienso que para que no haya crisis de soledad y cansancio y por tanto insatisfacción, una cosa esencial en la vida es la amistad: mis amigos me sostienen, aunque no se notan. Estar con un amigo es no tener que explicar nada, poder estar también en silencio, como leí hace poco: “lo que importa no es lo que se dice, sino lo que jamás resulta preciso decir. Para mí un amigo... es aquel que escuchará la canción de mi corazón y me la cantará cuando me falle la memoria”. No me han faltado esos amigos que me han sostenido, pienso que Dios me ha puesto en el camino esas personas en el momento oportuno. Una vez existen esas personas ni siquiera hace falta ya verlas. Cuando hay un amigo, todo es soportable, más aún: útil para el crecimiento. En muchas ocasiones sentimos que la presencia de los demás nos lleva a algo más alto. Hay una unión misteriosa entre las personas que crea un espacio para la presencia del Señor: “donde estéis dos o tres de vosotros reunidos en mi nombre, ahí estoy Yo”, en un espacio espiritual de comunión, tierra sagrada. Junto con la amistad (y en primer lugar con Dios, la oración), es esencial para la salud el contacto con la naturaleza, música… todo lo que sea belleza engrandece el espíritu, y como estar con la gente ya lo hacemos algunos, lo que nos falta es esos remansos, esa paz en soledad… Recuerdo cuando vivía yo en Roma que un mendigo al verme correr por las calles me dijo: "¿por qué vas tan deprisa? No hace falta correr... Tómate la vida con más calma." A veces cuesta entrar en nuestra verdad interior, y nos duele enfrentarnos a nosotros mismos.
Pienso que el gran regalo que nos ha dejado el Señor se puede resumir en la devoción al Sagrado Corazón y la versión moderna de la Divina Misericordia, y los rayos divinos que salen de las imágenes que nos proponen para la devoción resumen la fuerza de los sacramentos del Bautismo-Confesión (que es una actualización del “sistema operativo” del bautismo) y la Eucaristía, y Jesús nos ha dejado junto a su Iglesia la ternura de su Madre, para que nos acojamos a su protección, como refugio y puerto seguro en la tempestad, camino en el camino de la vida, y esperanza de salvación.
3. Para resumir de algún modo lo que se me pasa por la cabeza, diría que Jesús es fascinante, en Él lo tenemos todo, en Él Dios nos ha dado todo… Yo encontré este camino que abrió con su vida Josemaría Escrivá, vi en este santo una figura apasionante. Impresiona la naturalidad del mensaje que Dios quiso que propagara, de santidad en el mundo, de paz interior como fruto de esa lucha que mantenemos con nosotros mismos al servicio de Dios y de los demás, de alegría verdadera y profunda fruto de la gracia… es el día a día, lo concreto, lo que nos ha puesto Dios en las manos, pues ahí está Él. Pienso que de él, de los santos, de mi madre y amigos y de la gente buena que me rodea, aprendo la experiencia que luego se hace diálogo con Dios y ayuda para los demás, mensaje oral en predicación o dirección espiritual, o escrito, mi vida. Supongo que es el contacto con la realidad, el diálogo con la gente, lo que nos orienta en el conocimiento personal, y el contacto con la gran cultura a su vez sugiere maneras de afrontar la realidad: experiencia vivida-interiorización, y al anidar en el interior, afloran las cosas, van surgiendo… y al ver que sirven a otros nos alegran. Así de sencillo. Gracias a las caras de satisfacción, al ver que ayudan, da ánimos para seguir, al ver que “la cosa va bien”. El otro día me decía una madre que sufría por la crisis de un hijo adolescente y como a ella le gustó un artículo mío, se lo dejó, y vio que él lo ampliaba y lo colgaba en la pared, y le ayudaba a superar aquellos días. Esto da satisfacción…
Nos ordenamos sacerdotes para poder hacer presente la redención de Jesús, celebrar la Misa y los demás sacramentos, predicar y atender enfermos, ser instrumentos de Jesús cabeza de la Iglesia… Juan Pablo II insistía en la caridad pastoral, y ser expertos en humanidad… Mi vida ministerial lleva todo el bagaje de mi vida, en la consagración del sacramento del orden todo ello se centra en la Misa, como sacerdote de la Iglesia, al servicio de todas las almas, incardinado en la Prelatura Opus Dei. ¿Esto qué conlleva? En primer lugar, rezar, unión con Dios, la celebración de la Eucaristía y los demás sacramentos y Liturgia de las horas, etc., pero al mismo tiempo procurar atender a la gente, especialmente a los más necesitados, hacer de buen samaritano: confesar, escuchar, predicar, etc. Y para ello, estudiar, mantenerme en forma, culturalmente y si puede ser físicamente, para no perder la salud… en fin, basta ver lo que hace un buen cura para ver lo que me gustaría ser, camino para llevar a las personas a ser felices y claro, a Dios.
Pensando en estos 18 años de vocación de sacerdote, consideraba que no he sido hombre de hacer proyectos sino más bien de dejarse llevar, de saberme acompañado por el Señor en el camino, y si bien junto a este notar a Dios también noto la insatisfacción, pienso que es algo connatural en la vida: que estamos contentos pero siempre esperamos un “más”, que nos lleva en la esperanza a un “más allá” que tendremos en el cielo, pero que también nos ha de llevar a disfrutar del presente, mientras sabemos que lo mejor siempre está por llegar.
martes, 23 de noviembre de 2010
La vida sacerdotal de la mano de María (ser experto en humanidad, identificarse con Cristo y llevarlo a los demas); de Vocaciones sacerdotales, Eiunsa 2010.
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